jueves, 19 de marzo de 2015

MI PADRE

MI  PADRE

Mi padre no conoció la guerra, pero sí que mamó lo peor de ella, el hambre, la miseria, el miedo de la dictadura que cubrió de sombra España durante cuarenta años.

El hambre, que martirizó la infancia de la gente de la sierra de Aracena, con unos campos arrasados por la guerra, y en manos de señoritos cortijeros que se comportaban como señores feudales, tratando a sus trabajadores como a siervos, como a perros.

La miseria, la que asfixió al pueblo español de la posguerra, gentes que trabajaban como animales, con jornadas de sol a sol, para traer algo a la mesa de sus familias, con lo que engañar el rugir de las tripas de sus hijos.

Y por último, el miedo. La cultura del miedo que minó la infancia y la juventud de toda su generación, con la omnipresente Santa Madre Iglesia, todopoderosa, que otorgaba a un triste cura en Castillo de las Guardas, el poder de dar por terminada la verbena del pueblo cuando le venía en gana, de decidir en los plenos del ayuntamiento o de amenazar en público al comandante de puesto de la Guardia Civil. Lo más patético, es que la simple queja del cura le costaba el traslado al militar. Así estaban las cosas. El miedo, que te calaba hasta la médula, cuando escuchabas a alguien aporreando la puerta de tu casa de madrugada. El miedo, al tener que agachar la mirada al paso del señorito a caballo. El miedo a perder el miserable trabajo que tanto costaba mantener.

No todo fue malo, por supuesto, pero hasta lo bueno estaba salpicado del ambiente oscuro de la España que a él le tocó vivir. Con siete años, ya le dolían los huesos de trabajar en el campo, segando trigo y cebada, cargando las mulas y guiando las recuas por los senderos de la montaña. La vida de un niño de familia humilde, en la sierra, en los años cuarenta era así. Mano dura cuando te equivocabas, y poco reconocimiento al durísimo trabajo diario, o cuando acertabas.

El servicio militar obligatorio, a pesar de los dos años y pico de vida que le costó, le sirvieron para abrirse al mundo que había más allá de las sierras de Aracena. Encontró trabajo en Sevilla, bastante mejor pagado que el de los señoritos cortijeros de la sierra, y ya nunca regresó a las tierras de su infancia, salvo de visita. Su actitud rebelde sirvió de faro en la tormenta al resto de sus hermanos…tanto, que toda su familia terminó trasladándose a la capital. Conoció a mi madre, mi bendita madre, se casaron y al poco llegué yo a este mundo. Mi padre encontró un trabajo fijo en Uralita S.A., una empresa francesa, arropada por el franquismo, que dio trabajo a siete mil currantes en Sevilla. Asbesto, más conocido como amianto, respiraron los trabajadores de esa fábrica durante treinta años, saltándose a la torera todas las normativas europeas de seguridad e higiene. Los cristales de amianto corren por las venas de los pocos supervivientes de aquella fábrica, mientras que los modernos señoritos, cuando las cosas se pusieron feas, simplemente cerraron y se la llevaron a Marruecos. Así, de rositas, con las manos manchadas de sangre, pero el honor inmaculado. De toda la sección en la que trabajaba mi padre, moldeado artesanal de tuberías, sólo queda él vivo. Ha vivido para ver morir a todos sus antiguos compañeros.  Así de fuerte, así de duro.

Mis recuerdos de aquella época, son de una infancia dichosa, feliz, en el seno de una familia sin lujos, pero con sus necesidades cubiertas. De una madre que nos lo dio todo…y más. De un padre que se partió la espalda, trabajando como una bestia, con turnos criminales, para sacarme a mí y a mis dos hermanos adelante, con una educación mimada, con la nevera llena de comida, y sin miedo…todo lo que él no tuvo a mi edad.
Cuando me hice algo mayor, con edad para empezar a comprender las injusticias del mundo, me inculcó la lucha por la libertad, la defensa de la dignidad con la palabra, a no agachar jamás la mirada al paso de los nuevos señoritos cortijeros. Me enseñó a elegir el momento de hablar, y a saber cuándo tenía que callar. Me mostró el camino de la verdad, a decir siempre la verdad, y a afrontar sus consecuencias. Y de mi madre, aprendí a contar hasta tres antes de alzar la voz, y si esto fallaba, a contar hasta diez.
Nunca nos faltó nada. Sin excesos, pero ricos en cariño, en el amor de unos padres que no hicieron otra cosa en la vida que trabajar y trabajar, para convertirnos en hombres, y hacerles saborear las mieles de disfrutar de unos nietos maravillosos. Ahora ellos, mis hijos y mis sobrinos, le devuelven a mi padre el amor, el cariño y la ternura que disfrutó con cuentagotas en su infancia.

No está muy acostumbrado a escuchar lo muchísimo que le quiero. Cuando uno se va haciendo mayor, lo digo por mí, se va perdiendo esa inocencia, esa espontaneidad para expresar el cariño, el amor, el tremendo respeto que le profeso. Él, con sus virtudes y sus defectos, como ser humano que es, ha moldeado mi carácter, aunque muchos dicen que tengo mucho también de mi santa madre. 

No hay mejor educación que el ejemplo de un padre, escribió hace más de dos mil años Aristóteles, y estoy totalmente de acuerdo. Su honradez, su integridad, su espíritu luchador, su amor y la defensa numantina de su familia…en una palabra, su ejemplo, ha guiado mi vida, y creo que me ha hecho mejor persona. Él es el que siempre está ahí, el que te dice siempre las verdades del barquero, aunque no te guste lo que oyes. Él es el que tras su imagen de cascarrabias ganada a pulso, guarda la sabiduría de las canas y de la supervivencia en tiempos muy duros. Él es el que lo ha dado todo, absolutamente todo, por mi madre, por mí y mis hermanos. Todo, sin reservas.


Te quiero, como sólo puedo querer a mi padre, al que me lo ha dado todo, sin pedir nunca, jamás, nada a cambio. Te quiero, papá.

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