MI
PADRE
Mi padre no conoció la
guerra, pero sí que mamó lo peor de ella, el hambre, la miseria, el miedo de la
dictadura que cubrió de sombra España durante cuarenta años.
El hambre, que
martirizó la infancia de la gente de la sierra de Aracena, con unos campos
arrasados por la guerra, y en manos de señoritos cortijeros que se comportaban
como señores feudales, tratando a sus trabajadores como a siervos, como a
perros.
La miseria, la que asfixió
al pueblo español de la posguerra, gentes que trabajaban como animales, con
jornadas de sol a sol, para traer algo a la mesa de sus familias, con lo que
engañar el rugir de las tripas de sus hijos.
Y por último, el miedo.
La cultura del miedo que minó la infancia y la juventud de toda su generación,
con la omnipresente Santa Madre Iglesia, todopoderosa, que otorgaba a un triste
cura en Castillo de las Guardas, el poder de dar por terminada la verbena del
pueblo cuando le venía en gana, de decidir en los plenos del ayuntamiento o de
amenazar en público al comandante de puesto de la Guardia Civil. Lo más
patético, es que la simple queja del cura le costaba el traslado al militar. Así
estaban las cosas. El miedo, que te calaba hasta la médula, cuando escuchabas a
alguien aporreando la puerta de tu casa de madrugada. El miedo, al tener que
agachar la mirada al paso del señorito a caballo. El miedo a perder el
miserable trabajo que tanto costaba mantener.
No todo fue malo, por
supuesto, pero hasta lo bueno estaba salpicado del ambiente oscuro de la España
que a él le tocó vivir. Con siete años, ya le dolían los huesos de trabajar en
el campo, segando trigo y cebada, cargando las mulas y guiando las recuas por
los senderos de la montaña. La vida de un niño de familia humilde, en la
sierra, en los años cuarenta era así. Mano dura cuando te equivocabas, y poco
reconocimiento al durísimo trabajo diario, o cuando acertabas.
El servicio militar
obligatorio, a pesar de los dos años y pico de vida que le costó, le sirvieron
para abrirse al mundo que había más allá de las sierras de Aracena. Encontró
trabajo en Sevilla, bastante mejor pagado que el de los señoritos cortijeros de
la sierra, y ya nunca regresó a las tierras de su infancia, salvo de visita. Su
actitud rebelde sirvió de faro en la tormenta al resto de sus hermanos…tanto,
que toda su familia terminó trasladándose a la capital. Conoció a mi madre, mi
bendita madre, se casaron y al poco llegué yo a este mundo. Mi padre encontró
un trabajo fijo en Uralita S.A., una empresa francesa, arropada por el
franquismo, que dio trabajo a siete mil currantes en Sevilla. Asbesto, más
conocido como amianto, respiraron los trabajadores de esa fábrica durante
treinta años, saltándose a la torera todas las normativas europeas de seguridad
e higiene. Los cristales de amianto corren por las venas de los pocos supervivientes
de aquella fábrica, mientras que los modernos señoritos, cuando las cosas se
pusieron feas, simplemente cerraron y se la llevaron a Marruecos. Así, de
rositas, con las manos manchadas de sangre, pero el honor inmaculado. De toda
la sección en la que trabajaba mi padre, moldeado artesanal de tuberías, sólo
queda él vivo. Ha vivido para ver morir a todos sus antiguos compañeros. Así de fuerte, así de duro.
Mis recuerdos de
aquella época, son de una infancia dichosa, feliz, en el seno de una familia
sin lujos, pero con sus necesidades cubiertas. De una madre que nos lo dio todo…y
más. De un padre que se partió la espalda, trabajando como una bestia, con
turnos criminales, para sacarme a mí y a mis dos hermanos adelante, con una
educación mimada, con la nevera llena de comida, y sin miedo…todo lo que él no
tuvo a mi edad.
Cuando me hice algo
mayor, con edad para empezar a comprender las injusticias del mundo, me inculcó
la lucha por la libertad, la defensa de la dignidad con la palabra, a no
agachar jamás la mirada al paso de los nuevos señoritos cortijeros. Me enseñó a
elegir el momento de hablar, y a saber cuándo tenía que callar. Me mostró el
camino de la verdad, a decir siempre la verdad, y a afrontar sus consecuencias.
Y de mi madre, aprendí a contar hasta tres antes de alzar la voz, y si esto
fallaba, a contar hasta diez.
Nunca nos faltó nada.
Sin excesos, pero ricos en cariño, en el amor de unos padres que no hicieron
otra cosa en la vida que trabajar y trabajar, para convertirnos en hombres, y
hacerles saborear las mieles de disfrutar de unos nietos maravillosos. Ahora
ellos, mis hijos y mis sobrinos, le devuelven a mi padre el amor, el cariño y la
ternura que disfrutó con cuentagotas en su infancia.
No está muy
acostumbrado a escuchar lo muchísimo que le quiero. Cuando uno se va haciendo
mayor, lo digo por mí, se va perdiendo esa inocencia, esa espontaneidad para
expresar el cariño, el amor, el tremendo respeto que le profeso. Él, con sus
virtudes y sus defectos, como ser humano que es, ha moldeado mi carácter,
aunque muchos dicen que tengo mucho también de mi santa madre.
No
hay mejor educación que el ejemplo de un padre, escribió hace más de
dos mil años Aristóteles, y estoy totalmente de acuerdo. Su honradez, su
integridad, su espíritu luchador, su amor y la defensa numantina de su familia…en
una palabra, su ejemplo, ha guiado mi vida, y creo que me ha hecho mejor
persona. Él es el que siempre está ahí, el que te dice siempre las verdades del
barquero, aunque no te guste lo que oyes. Él es el que tras su imagen de cascarrabias
ganada a pulso, guarda la sabiduría de las canas y de la supervivencia en
tiempos muy duros. Él es el que lo ha dado todo, absolutamente todo, por mi
madre, por mí y mis hermanos. Todo, sin reservas.
Te quiero, como sólo
puedo querer a mi padre, al que me lo ha dado todo, sin pedir nunca, jamás,
nada a cambio. Te quiero, papá.